Polito, el creador de la narrativa urbana en televisión

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Por Ricardo Ragendorfer. Se fue muy joven, apenas tenía 32 años cuando este periodista nacido en la gráfica decidió terminar con su vida. Sin embargo sus programas -“El otro lado” y “El visitante”- no sólo plasmaron una inédita pintura de los años 90 sino que también se convirtieron en ciclos de culto. Ricardo Ragendorfer, amigo y compañero, aquí recuerda a Fabián Polosecki.

“El otro lado” –ciclo del cual fui investigador periodístico– arrancó con una circunstancia que bien vale evocar: su primer envío, que incluía entrevistas a tres hampones y un comisario, estuvo atravesado por un plan de fuga.

Poco antes, me había llegado un casete con la voz del “Gitano”, un pistolero amigo que languidecía en la cárcel de Lisandro Olmos. El tipo quería escaparse y, dadas ciertas deudas penales que mantenía en varias ciudades del interior, cifraba todas sus esperanzas en un traslado. Pero como tales causas se encontraban cajoneadas, pensó que una buena campaña periodística podría aligerar las cosas.

Aún recuerdo el remate de esa grabación: “Hermano, hay tanta plata en la calle, que pide a gritos que alguien se la lleve. Y yo acá”. Semejante frase bastó para convertirme –digamos– en su jefe de prensa. De modo que le comenté el asunto a “Polito” –tal como lo llamábamos a Fabián Polosecki–, quien no solo exhibió su buena predisposición al respecto sino que, además, tuvo el gesto de postergar un tema que ya teníamos listo para el primer programa sin otra razón que el apuro del Gitano en irse de su forzado domicilio. Así, en medio de esa gesta –nunca mejor dicho– “libertaria” ocurrió nuestro debut televisivo.

Conocí a Polito en 1988, puesto que ambos integrábamos la redacción de Nuevo Sur, el diario que dirigía Eduardo Luis Duhalde. Las noches solían reunirnos en los bares de la avenida Corrientes con amigos en común; entre otros: Rubén Viñoles, Nacho Garassino, Claudio Beiza, Daniel Lazlo, Horacio Alcántara y Javier Diment. Con ellos, a partir de 1993, formé parte del equipo inicial de “El otro lado”.

Fue notable que la idea del proyecto fuera de Gerardo Sofovich, a cargo de la ATC del menemismo. Y que ninguno de nosotros haya pisado hasta entonces un canal de televisión. Veníamos del periodismo gráfico (Polito y yo) y de alguna escuela de cine (el resto de los nombrados).

En resumen, éramos como un grupo de chicos embarcados en un juego. Una suerte de banda rockera, cuyos managers eran los productores ejecutivos José D’Amato e Iris Benjamín. Luego se sumaron Irene Bais, Agustín Salem, Pablo Reyero y un muchacho apellidado Birmajer.

Nuestra primera oficina fue el departamento de Polito, cerca de Corrientes y Scalabrini Ortiz. Empezamos a trabajar durante un febrero extremadamente caluroso; estábamos en malla y no nos queríamos mover de allí. En tales circunstancias fue trazada, entre otras cuestiones, la estética del programa, muy influenciada por nuestra fascinación hacia la novela negra y el comic. De hecho los pliegos de historieta dibujados por Pablo Páez, que servían para separar cada bloque, fueron un hallazgo.

Con posterioridad, ATC nos cedió una oficina, pero compartida con la producción de “Claves para un mundo mejor”, el ciclo de monseñor Quarracino. En aquel lugar, entre hostias y sustancias prohibidas, fue concebido nuestro debut: el capítulo “De ladrones y policías”. Atesoro vivos recuerdos de su realización.

El “Cura” Pérez fue uno de nuestros primeros entrevistados. Claro que Juan Carlos –tales eran sus nombres de pila– no era (ni fue) sacerdote, sino un asaltante que una vez cometió un atraco disfrazado con una sotana, y le quedó el mote. Su participación en “El otro lado” fue grabada en el bar El Británico, de San Telmo, quince días después de salir en libertad.

Por alguna razón que aún sigue doliendo, Fabián Polosecki, a los 32 años, se quitó la vida el 3 de diciembre de 1996.

Lo cierto es que, a 25 años de aquel maldito momento, perdura su obra: una saga de relatos cuyo carácter extraordinario está cifrada en la asombrosa cotidianeidad de sus personajes o, mejor dicho, en sus pliegues más profundos y secretos.

De su mano, una heterogénea legión de ladrones, putas, sepultureros y tahúres, entre otros invisibles de la vida, tomaron la pantalla chica por asalto. El mérito de aquel pibe que aún no había cumplido 30 años fue haber dado el gran paso en el campo de las narrativas urbanas por televisión. Un paso revolucionario. Un paso único e irrepetible, pese a los patéticos intentos de sus imitadores por apropiar ese “formato”. En esto último hay un motivo de peso: su gigantesca contribución al discurso de la imagen no fue precisamente el “formato” sino la magia de un legado artístico que resuena hasta nuestros días.

Para mí es un honor haber sido su amigo.

Télam

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