Barro, fuego, humo, hedor, enfermedades, precariedad y derechos humanos suprimidos. Familias enteras trabajando en jornadas extendidas con sueldos míseros que oscilan entre los 12 y 13 mil pesos mensuales. Este panorama desolador se da a 40 minutos de la ciudad más rica de Argentina. Así es la vida de los trabajadores en los hornos de ladrillo del conurbano bonaerense.
Norberto Ismael Cafasso, secretario gremial de Unión Obrera Ladrillera de la República Argentina (UOLRA), manifiesta: “No hay una estadística terminada, pero calculamos que la actividad genera unos 15 mil puestos, el índice de informalidad laboral y trabajo infantil en la actividad es muy alto. Es algo contra lo que peleamos, aunque es difícil de erradicar”.
Casi la totalidad de los trabajadores ladrilleros son migrantes bolivianos, muchos son analfabetos y algunos sólo hablan quechua, condiciones propicias para que terminen formando parte de este circuito de explotación cercano a la esclavitud. Gente retraída, de pocas palabras, temerosa, sumisa y con muchas carencias son contratadas por paisanos suyos que pasaron al otro lado del mostrador y hacen usufructo del trabajo de sus compatriotas.
La combinación entre un Estado ausente, un sindicato cómplice, una sociedad indiferente y la dificultad para llegar a los lugares donde se desarrolla la actividad conforman este ámbito de trabajo, donde los derechos laborales, las condiciones de higiene y salud, y el respeto hacia las personas que sólo tienen para vender su trabajo, no existen.