A lo largo de la historia, en todas las épocas y regiones, se han usado imágenes para estigmatizar, demonizar y/o degradar a grupos y actores sociales a los que se ubicaba en el lugar subalterno y/o del enemigo.
Los medios masivos de comunicación —y en particular las fotografías dentro de ellos– suelen ser puntas de lanza de estas construcciones. Es así que algunas imágenes pueden ejercer influencia en la opinión pública y actuar sobre las concepciones que la población construye sobre determinados hechos, sobre la mirada que tenemos sobre otros y otras a quienes no conocemos en forma personal.
Las caricaturas que ridiculizaban a Arturo Illia publicadas en los meses previos al golpe de Estado de 1966 son un ejemplo de cómo se crearon imágenes para favorecer una opinión que avalase el golpe. La imagen que se publicaba de los judíos en la Alemania nazi, de los vietnamitas durante los años ’60 en Estados Unidos o de los árabes después del 2001 son ejemplos paradigmáticos. Más cerca en el tiempo lo vemos en Brasil con Lula y Dilma y en Argentina con Cristina. En todos los casos se usaron fotografías, ilustraciones y/o montajes para demonizar, degradar y humillar, transformar a alguien en objeto de burla y de escarnio público. La imagen que nos hacemos de los demás pasa por las categorías a las que los vinculamos. Las representaciones colectivas, necesariamente superficiales que tenemos de aquellos a quienes conocemos por su imagen pública, tienen impacto considerable sobre la identidad social. Así cuando se describe o se muestra a alguien usando rasgos peyorativos se da pie a que funcionen o se activen representaciones que pueden influir en las relaciones que se establecen entre grupos y personas. Publicar imágenes que acentúan rasgos negativos de una persona o de un grupo es una forma de posibilitar el surgimiento o de sostener estigmas, prejuicios, actitudes discriminatorias o racistas.
El 18 de diciembre de 2017 se produjo una gran movilización social frente al Congreso de la Nación en protesta por un proyecto de reforma previsional impulsada por Mauricio Macri que les recortaba los haberes a los jubilados y jubiladas. Ese día se montó un gran despliegue represivo, la policía al mando de Patricia Bullrich como Ministra de Seguridad tiró gases lacrimógenos, baleó con balas de goma a manifestantes y a reporteros gráficos y se produjeron detenciones y escenas de gran violencia.
Dos de las fotos que se vieron ese día son la de Pablo Piovano, reportero gráfico baleado con postas de goma a corta distancia, y la de un señor mayor que se cubre también de los disparos que un grupo de policías hace solo con ánimo de asustarlo y divertirse.
En el lugar en el que la columna de manifestantes se hallaba frente a la policía se dieron las escenas más violentas. Desde el lado de los manifestantes se tiraban piedras, palos y en dos casos se vio a manifestantes disparando con morteros caseros. Uno de ellos era Sebastián Romero, quien disparaba un elemento pirotécnico atado a la punta de una rama. Al publicarse su fotografía en medios de comunicación y redes sociales acompañada del título El Gordo Mortero surgieron infinidad de memes, chistes y juegos visuales que circularon ampliamente aquellos días. La gordofobia —tan transversal e incorporada en todos los sectores sociales y políticos— agregaba una forma extra de agresión simbólica.
Esta foto habla de la ingenuidad y de la falta de reflexión sobre el poder de las imágenes que tiene el amplio campo popular y de las izquierdas en su conjunto. Mientras que el gobierno de Macri planificaba minuciosamente el uso de las imágenes para cumplir sus fines políticos a través de un equipo de especialistas que diagramaban y estudiaban qué convenía mostrar en cada caso, encontramos que prácticamente no hay debates ni previsión ni análisis sobre el uso de las imágenes en relación con las protestas sociales por parte de los propios movimientos que las impulsan, sostienen y llevan a cabo. El resultado es que estas protestas y manifestaciones suelen ser instrumentalizadas, habladas y representadas por otros. Así también es más fácil que sean demonizadas.
La foto que aquí analizamos muestra a Sebastián Romero disparando con un mortero casero. El relato posterior a los hechos se pobló de chistes —sus rastas, su remera y su contextura física fueron utilizadas para ridiculizarlo—, pero también de discursos que hablan de un arma de fabricación casera preparada especialmente para dañar a la policía. En la causa judicial los peritos consultados sostienen que era un instrumento casero que disparaba pirotecnia, bombas de estruendo que hacían ruido y que a la distancia a la que se encontraba el manifestante no podía dañar a la policía. Sin embargo, el gobierno de Macri puso una recompensa sobre su cabeza de un millón de pesos ofrecida por el Ministerio de Seguridad de la Nación y una circular roja de Interpol con un pedido de captura nacional e internacional en su contra. Ni los genocidas ni los que fugaron divisas fueron buscados como él. Romero, que era delegado gremial de la automotriz rosarina General Motors y militante del Partido Socialista de los Trabajadores Unificado (PSTU) luego de esa manifestación fue la persona más buscada del país y se convirtió en un prófugo. Después de dos años fue detenido en Uruguay en junio pasado.
En tiempos de post verdad, de creación de fake news y de lucha comunicacional, Sebastián Romero se convirtió en una suerte de ícono gracioso y a la vez violento. Hablamos más de él que de la reforma previsional que llevó adelante el gobierno de Macri.
Ojalá este caso sirva para que las izquierdas y el campo nacional-popular en su conjunto reflexionen sobre la importancia y el rol que tienen las imágenes en la lucha política.
Cora Gamarnik, El Cohete a la luna