“Es feo admitirlo pero cuando pienso en aquellas editoriales que me eran esquivas de joven, siento un poco de ese tipo de placer que da la venganza”, advierte el escritor estadounidense Paul Auster en una frase que, lejos de ser parte del repertorio de las confesiones del yo, le permite repetir uno de los ejercicios literarios que practica hace cuarenta años: espiar y comprender cómo funciona la cabeza de un escritor.
La revelación es parte de una conversación que mantuvo con Télam a horas de su participación en el festival literario Filba, donde compartirá junto a su esposa, la narradora y ensayista Siri Hustvedt, una de las contadísimas charlas que el matrimonio ha entablado en el contexto de una actividad pública.
Autor de una treintena de libros entre poesía, ensayo, guiones de cine y libros de memorias, acaba de publicar “La llama inmortal de Stephen Crane” (Seix Barral), donde se convierte en biógrafo de quien considera el primer modernista de Estados Unidos, un hombre que se adelantó a lo que sucedería en el siglo XX y para quien el artífice de “Leviatán” y “La invención de la soledad” reclama el lugar que merece en el podio de la literatura norteamericana.
Por teléfono -porque se considera un “dinosaurio” al que le gusta escribir a mano, evitar las computadoras y, además, hablar por teléfono-, desde su casa en de Park Slope, Brooklyn, donde vive con Hustvedt, y entre risas que dejan entrever que todavía disfruta del engranaje que se activa cuando lanza un nuevo libro, Auster dialogó con Télam sobre lo difícil que es publicar una obra que escapa a lo que pide el mercado, contó cómo lleva ser “el esposo de Siri” y cómo valora su ayuda cómplice para llevar adelante, a los 74 años, una exigente rutina creativa que en los últimos meses estuvo dedicada a abordar la vida breve e intensa de Crane, el escritor precoz, seductor e idealista, amigo de Joseph Conrad, que conoció el hambre y el éxito y que murió de tuberculosis a los 28 años.
La historia de Crane, el “burning boy” como eligió apodarlo su biógrafo, arde a lo largo de las casi mil páginas del libro y arde, también, en un juego que trasciende lo más ramplón de la identificación, la literatura del gran autor detrás de “El palacio de la Luna” o “El país de las últimas cosas”.
– Télam: En las primeras páginas de “La llama inmortal de Stephen Crane” cuenta que lo primero que le llamó la atención sobre él fue que hubiera logrado escribir una obra tan prolífica de forma precoz y, además, su capacidad para trabajar en varios asuntos a la vez. ¿Por qué tenía ese poder? ¿Llegó a alguna conclusión?
– Paul Auster: Aun no tengo una explicación. Crane es diferente al resto de los mortales. Tenía una energía eléctrica y eso salía de su cuerpo todo el tiempo. Estaba tan vivo y tan alerta que estaba capacitado para entrar y salir de las cosas de una forma mucho más hábil y rápida que el resto de nosotros. Era corajudo. Y todavía no puedo creer la cantidad de trabajo que dejó.
– T.: En algunos tramos da la sensación de que trata a Crane como un personaje de ficción. Por ejemplo, deja en claro que las personas que lo conocieron tenían distintas opiniones sobre él. Por otro lado, no hace falta ser un especialista en literatura norteamericana para engancharse en la lectura. ¿Acaso escribió una biografía con los recursos de la novela?
– P.A.: No. Si me atengo a lo más estricto, este libro pertenece a la no ficción, es una biografía y traté de seguir los hechos objetivos que investigué durante mucho tiempo. Para mí lo más importante fue entender a Crane como ser humano, no como escritor. Como todos sabemos, la gente es compleja, tienen distintos lados y actúa con contradicciones. Y Crane tenía mucho de eso. Para poder hacerlo, tuve que tratar de imaginarme a mí mismo como Stephen Crane, meterme en su mente. Cuando escribo mis novelas hago lo mismo con estos seres imaginarios que trato de traer a la vida y entenderlos. No manipulo a mis personajes porque no son marionetas con hilos que puedo controlar, los trato como a personas reales. Y cuanto más trabajo en una novela, más profundamente penetro en los mecanismos de la conciencia de mis personajes. Y lo mismo me sucedió mientras escribía sobre Crane, empecé a entender todos los pedazos de su vida para poder hacerme una idea de cómo era él. En ese sentido, entonces, sí, fue como escribir una larga novela. Pero bueno, ¡había hechos que tenía que seguir! Entonces, creo que usé ambos mecanismos en este libro.
– T.: Perros, caballos, soldados, fútbol americano, béisbol, cigarrillos y contar historias. La mayoría de las personas abandona sus intereses de la infancia, pero Crane no lo hizo. ¿Qué pasó con sus intereses infantiles? ¿Conserva algunos?
– P.A.: Muchas de las cosas que me gustaban de niño, me siguen gustando y sí, comparto muchos gustos con Crane. Jugué mucho al béisbol cuando era joven, ahora que soy viejo sigo de cerca lo que pasa en la liga profesional y miro mucho eso de noche. Sigo tan interesado como de joven. También empecé a escribir muy joven y lo sigo haciendo. Fumar fue una de mis grandes obsesiones, no empecé a los seis como él, sino a los quince, pero fumé durante cincuenta años. Y me interesó tanto el tema que hice una película. Ya no fumo porque estaba tosiendo mucho así que tuve que dejar. Pero uso un vaporizador y todavía disfruto de mi nicotina. Los perros me encantan y escribí un libro desde su punto de vista. ¡Los caballos y los soldados, en cambio, no me importan nada!
– T.: En el comienzo de su carrera, Crane amenazó con quemar “La roja insignia del valor” si era rechazada otra vez. Aquella parte de la biografía me recordó a “Mientras escribo”, el libro en el que Stephen King cuenta cómo es su proceso creativo y muchísimas anécdotas sobre una rutina de fracasos casi deportiva ¿Se sintió rechazado en los primeros años? ¿Cómo hizo para lidiar con eso?
– P.A.: Al igual que le sucedió a Crane, al principio mi trabajo era difícil de publicar, me decían que no. Ahora me resulta gracioso recordar como 17 editoriales rechazaron la primera parte de la “Trilogía de Nueva York”. Pero fue una gran enseñanza. Sí, fue difícil, no me gustó nada. Pero al mismo tiempo, me hizo pensar mucho en por qué escribía y por qué lo estaba haciendo. Entendí que escribía porque tenía que hacerlo. No lo hacía para tener dinero o ser famoso. Escribía porque no había otra opción. Estaba forzado a hacerlo. Entonces, a pesar de que me rechazaron la primera parte, escribí la segunda y recién a la tercera lo aceptaron. Para entonces, me había convertido en otra persona. A partir del fracaso en mis primeros años, logré entenderme a mí mismo. No es fácil atravesar ese proceso. Algo de todo aquello me quedó porque no destruyo nada de lo que escribo: siempre hay algo bueno, sé que algún pasaje podré usarlo después. En la “Trilogía de Nueva York”, sobre todo en los primeros dos libros, hay material que escribí cuatro o cinco años antes.
– T.: Ahora traducen sus obras a cuarenta idiomas. ¿Vive el éxito como una suerte de venganza de aquel joven que no lograba publicar?
– P.A.: En cierto modo, sí. Es feo admitirlo pero cuando pienso en aquellas editoriales que me eran esquivas de joven, siento un poco de ese tipo de placer que da la venganza. También, me hace pensar en este sistema de decisiones. ¿Quién y cómo decide esto? En general, tiene que ver con dinero. Cuando ven un libro poco usual que no cierra con la idea de exitoso, lo rechazan. A mí no me decían que mi trabajo era malo, sino que era extraño. Algunas de estas editoriales, me sugerían, por ejemplo, que cambiara un final y que de esa forma me lo publicarían. Y yo decía: ¡No voy a cambiar ni una coma!
– T.: Hace un año, también en el marco del Filba, dialogué con Siri. Me contó cómo aquello de ser “la mujer de Paul Auster” había ido cambiando con el tiempo y cómo había aprendido a llevarlo. ¿Cómo es ser “el esposo de Siri Hustvedt”? ¿Cómo se ayudan en la tarea creativa?
– P.A.: En una primera etapa, nos dejamos tranquilos: trabajamos con nuestros pensamientos y proyectos solos. Después, tenemos conversaciones informales, nos contamos. Pero el servicio más importante que nos damos es que somos el primer lector del otro. Cuando estoy escribiendo algo, le pido que se siente en una silla y me escuche leerle en voz alta. Ella me escucha con mucha atención y después dice: “Hmm, no creo que esa palabra funcione” o “no has desarrollado la idea, necesitas otro párrafo”. Son cosas así, que son de mucha ayuda. Y cuando termino de escribir, le doy el manuscrito. Cada vez que me ha hecho una sugerencia, tenía razón y lo he cambiado. Siri siempre tiene la razón. Y yo hago lo mismo para ella. Somos críticos el uno con el otro porque valoramos nuestro trabajo y creemos en lo que hacemos.
– T.: ¿Ser primeros lectores es una de las formas que adopta el amor?
– P.A.: Sí, supongo. Se siente un poco así. Pero por otra parte, esto es de escritor a escritor, de inteligencia a inteligencia. Es riguroso. No hay nada suave ni muy cercano al halago porque no esperamos una palmada en la espalda.
– T.: En aquella oportunidad, Siri dijo: “Amo mi cerebro por la mañana”. ¿Cómo se comporta su cerebro?
– P.A.: Ella es diferente a mí, tenemos otro ritmo. Mi cerebro, a la mañana, está entrando en calor. Trabajo en dos etapas: en la mañana escribo pero aparecen cosas que no me gustan mucho. Al mediodía, como un sandwich o doy un paseo por el barrio y vuelvo a trabajar hasta las seis y resuelvo los problemas de la mañana. Siri, en cambio, trabaja muy fuerte y sin pausa desde las seis de la mañana hasta el mediodía. Y después, dedica el resto del día a leer y por eso es que ella lee muchísimo más que yo: devora libros y artículos durante cinco horas por día, lo hace rapidísimo, se acuerda y cita de memoria. Yo no me acuerdo bien de lo que leí ayer. Al final, no se trata de si ella es mi mujer o de si yo soy su esposo porque ¡Claramente ella es mucho más inteligente que yo!
Ana Clara Pérez Cotten, Télam